Gabriel Celaya es uno de los seudónimos que utilizó un poeta de origen español, siendo los dos restantes Rafael Múgica y Juan de Leceta. Nació en la provincia de Guipúzcoa el 18 de marzo de 1911 y falleció en Madrid el 18 de abril de 1991. Su obra perteneció a la generación literaria de la posguerra y fue una de las más sobresalientes dentro de la llamada poesía comprometida. A pesar de haber comenzado a estudiar Ingeniería, tuvo la fortuna de cruzarse con artistas tales como Federico García Lorca, quienes lo inspiraron a entregarse a las letras por completo. A lo largo de varios años, estuvo a cargo de administrar la empresa de su familia, ocupación que pudo abandonar luego de haber cofundado la colección poética Norte, donde se publicaron, por ejemplo, traducciones de Arthur Rimbaud y William Blake.
LA VIDA NADA MÁS
La vida que murmura. La vida abierta.
La vida sonriente y siempre inquieta.
La vida que huye volviendo la cabeza,
tentadora o quizá, sólo niña traviesa.
La vida sin más. La vida ciega
que quiere ser vivida sin mayores consecuencias,
sin hacer aspavientos, sin históricas histerias,
sin dolores trascendentes ni alegrías triunfales,
ligera, sólo ligera, sencillamente bella
o lo que así solemos llamar en la tierra.
LA VIDA ES TAN SENCILLA...
La vida es tan sencilla que se explica por sí misma,
se basta a sí misma.
¡Mira! Todo está hecho. Todo está ya dado.
Nos basta aceptar
o quizá —somos humanos— alabar
y cantar
a lo que nos maquina sin dejarse pensar.
Todo está aquí. ¿No lo ves?
No hay razón ni más allá.
¡Somos felices! Vivimos los instantes explosivos
de alegría o de dolor, de rabia o de amor,
y si no
es que estamos distraídos, aburridos.
No hay nada que esperar. No hay nada que temer.
También la muerte
llegará cuando nos sea fielmente necesaria
y la recibiremos con verdadera ansia.
Desde que nacimos
nos estamos preparando para que nos consuma.
MOMENTOS FELICES
Cuando llueve y reviso mis papeles, y acabo
tirando todo al fuego: poemas incompletos,
pagarés no pagados, cartas de amigos muertos,
fotografías, besos guardados en un libro,
renuncio al peso muerto de mi terco pasado,
soy fúlgido, engrandezco justo en cuanto me niego,
y así atizo las llamas, y salto la fogata,
y apenas si comprendo lo que al hacerlo siento,
¿no es la felicidad lo que me exalta?
Cuando salgo a la calle silbando alegremente
—el pitillo en los labios, el alma disponible—
y les hablo a los niños o me voy con las nubes,
mayo apunta y la brisa lo va todo ensanchando,
las muchachas estrenan sus escotes, sus brazos
desnudos y morenos, sus ojos asombrados,
y ríen ni ellas saben por qué sobreabundando,
salpican la alegría que así tiembla reciente,
¿no es la felicidad lo que se siente?
Cuando llega un amigo, la casa está vacía,
pero mi amada saca jamón, anchoas, queso,
aceitunas, percebes, dos botellas de blanco,
y yo asisto al milagro —sé que todo es fiado—,
y no quiero pensar si podremos pagarlo;
y cuando sin medida bebemos y charlamos,
y el amigo es dichoso, cree que somos dichosos,
y lo somos quizá burlando así la muerte,
¿no es la felicidad lo que trasciende?
Cuando me he despertado, permanezco tendido
con el balcón abierto. Y amanece: las aves
trinan su algarabía pagana lindamente:
y debo levantarme pero no me levanto;
y veo, boca arriba, reflejada en el techo
la ondulación del mar y el iris de su nácar,
y sigo allí tendido, y nada importa nada,
¿no aniquilo así el tiempo? ¿No me salvo del miedo?
¿No es la felicidad lo que amanece?
Cuando voy al mercado, miro los abridores
y, apretando los dientes, las redondas cerezas,
los higos rezumantes, las ciruelas caídas
del árbol de la vida, con pecado sin duda
pues que tanto me tientan. Y pregunto su precio,
regateo, consigo por fin una rebaja,
mas terminado el juego, pago el doble y es poco,
y abre la vendedora sus ojos asombrados,
¿no es la felicidad lo que allí brota?
Cuando puedo decir: el día ha terminado.
Y con el día digo su trajín, su comercio,
la busca del dinero, la lucha de los muertos.
Y cuando así cansado, manchado, llego a casa,
me siento en la penumbra y enchufo el tocadiscos,
y acuden Kachaturian, o Mozart, o Vivaldi,
y la música reina, vuelvo a sentirme limpio,
sencillamente limpio y pese a todo, indemne,
¿no es la felicidad lo que me envuelve?
Cuando tras dar mil vueltas a mis preocupaciones,
me acuerdo de un amigo, voy a verle, me dice:
«Estaba justamente pensando en ir a verte».
Y hablamos largamente, no de mis sinsabores,
pues él, aunque quisiera, no podría ayudarme,
sino de cómo van las cosas en Jordania,
de un libro de Neruda, de su sastre, del viento,
y al marcharme me siento consolado y tranquilo,
¿no es la felicidad lo que me vence?
Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
pasar por un camino que huele a madreselvas;
beber con un amigo; charlar o bien callarse;
sentir que el sentimiento de los otros es nuestro;
mirarme en unos ojos que nos miran sin mancha,
¿no es esto ser feliz pese a la muerte?
Vencido y traicionado, ver casi con cinismo
que no pueden quitarme nada más y que aún vivo,
¿no es la felicidad que no se vende?
DESPEDIDA
Quizás, cuando me muera,
dirán: Era un poeta.
Y el mundo, siempre bello, brillará sin conciencia.
Quizás tú no recuerdes
quién fui, mas en ti suenen
los anónimos versos que un día puse en ciernes.
Quizás no quede nada
de mí, ni una palabra,
ni una de estas palabras que hoy sueño en el mañana.
Pero visto o no visto,
pero dicho o no dicho,
yo estaré en vuestra sombra, ¡oh hermosamente vivos!
Yo seguiré siguiendo,
yo seguiré muriendo,
seré, no sé bien cómo, parte del gran concierto.
EPÍLOGO
Y al fin reina el silencio.
Pues siempre, aún sin quererlo,
guardamos un secreto.